Entre las leyendas de la Fórmula 1 moderna, en color, que nunca han pilotado para Ferrari se destacan Lewis Hamilton y Ayrton Senna. El británico aún tiene tiempo, aunque parezca improbable, y el brasileño tuvo posibilidades. Montezemolo reconocía recientemente un encuentro en Ímola 1994, días antes del fatal accidente del que hoy se cumplen 26 años, pero mucho tiempo antes el propio Ayrton había flirteado con Enzo en Maranello. “Fui a matar las ganas de pilotar en Fiorano un Testarossa”, confesaría después, aunque utilizó la visita, en 1987, para mosquear a la vez a Honda, Lotus y McLaren: “Fue cortesía, pero ellos no lo saben”.
1º de mayo hace 26 años, este día no es una fecha cualquiera para los aficionados y pilotos del Mundial de Fórmula 1, a pesar de que, por ejemplo, muchas de las actuales grandes figuras de la parrilla del ‘Gran Circo’, como Carlos Sainz, Lando Norris, Max Verstappen o Charles Leclerc, aún ni habían nacido.
Esta data, en el circuito de Imola, tuvo lugar el Gran Premio de San Marino 1994, la aciaga prueba donde Ayrton Senna perdió la vida tras perder el control de su Williams FW16 en su séptimo paso por la curva de Tamburello, un virulento impacto a más de 200 kilómetros por hora que hizo que la barra de la suspensión del monoplaza le atravesase la visera de su ilustre casco amarillo, provocándole una lesión cerebral mortal.
Le sacamos del habitáculo, le quitamos el casco y le hicimos una traqueotomia. Por sus respuestas neurológicas, vi que era una lesión cerebral mortal. Entonces, suspiró. Y su cuerpo se relajó. Ese fue el momento, y no soy religioso, en que pensé que su espíritu había salido de su cuerpo. Tuvo mala suerte. No tenía ni un hueso roto, ni un moratón. Si la barra de suspensión le hubiera golpeado 15 centímetros arriba o abajo, hubiera vuelto andando al paddock”, recuerda Sid Watkins, el médico que atendió al tricampeón sobre el asfalto del trazado italiano, en el documental ‘Senna’.
Watkins, el médico de los pilotos, asegura que aquella carrera Senna estaba más tenso de lo normal, como si sintiese que cada acontecimiento que sucedió aquel fin de semana al sureste de Bolonia (accidentes de Rubens Barrichello y Roland Ratzenberger durante los entrenamientos libres) fuese una premonición de lo que le sucedería el domingo. “¿Por qué no nos retiramos y nos vamos a pescar?”, le comenté tras observar su inmensa tristeza por la muerte de Ratzenberger durante la sesión de clasificación. “No puedo retirarme”, me respondió antes de refugiarse en su motorhome.
“Dios te dona el mayor de los presentes, que es el propio Dios”. Este fue el pasaje de la biblia que Ayrton leyó la mañana del 1 de mayo antes de subirse, por tercera y última vez, al coche fabricado en el área de Tophill. “No quería correr”, rememora Reginaldo Leme, un periodista brasileño encargado de cubrir el campeonato. Sin embargo, algo le empujó a su destino. “Sólo teníamos salud y un poco de alegría. Ahora la alegría se fue”, declaró, entre lágrimas, uno de los miles de aficionados que se acercaron a despedir al tricampeón el día de su entierro en Brasil.
Hay momentos que marcan una vida. Momentos en los cuales nada volverá a ser igual. Como si el tiempo se dividise en dos partes. Hoy, más de dos décadas después, se puede seguir diciendo que no existe mejor frase para resumir la tragedia que cada 1 de mayo sigue maldiciendo todo el Mundial de Fórmula 1.